I
Las curvas de Silvana resaltaban bajo las sábanas raídas. Nos habíamos
pasado la mañana haciendo el amor, ahora empezaba a atardecer y un silencio siniestro
lo absorbía todo.
El depósito que usábamos de vivienda no tenía ventanas, y la luz
artificial se adhería a la piel de un modo viscoso.
Silvana notó mi incomodidad, y se levantó desnuda a abrir la puerta del
baño para que entrase algo de aire. Sutiles brillos hicieron de ella una
constelación apetecible, provocaba ir hacia la noche de su cuerpo y extraer las
estrellas de su piel.
Cuando volvió a la cama acarició mi pecho con sus manos ásperas, su
mirada se dulcificó y me besó en el hombro con suavidad; volví a sentirme a
gusto, el olor fermentado de todo mi mundo se convirtió en un zumo embriagador.
*
—Amor, ¿en qué piensas? — me preguntó Silvana mucho después.
Yo estaba quieto, observando las mantas arrumadas al pie de la cama. Daban
la impresión de ocultar un monstruo informe que de un momento a otro saltaría
sobre mí. Los platos sucios de cristal formaban extraños edificios esféricos,
de urbes futuristas tan tóxicas como imposibles.
—¡Amor! —me sacudió Silvana, con su sonrisa de colegiala enamorada.
—¿Qué? …Ah, no pienso en nada.
—¿Cómo que en nada? Si estás en otro mundo… ¡ay amor!
—¿Irás a recoger mis materiales verdad? —agregó ella, sonriendo y deslizando
traviesamente su mano por mis muslos.
—¿Cómo dices?
—Mis materiales. Esta tarde llega de viaje mi amiga Chachi con los materiales
que le encargué. Los necesito para terminar la escultura que estoy haciendo
para mi abuelita. Tú me dijiste que irías a recogerlos mientras yo avanzo el
trabajo.
—Ah, sí. Pero podemos ir a buscarla juntos por la noche. Ahorita debe
estar haciendo un calor de mierda afuera.
—No se puede, porque ella está sólo de paso... Además, ya habíamos
quedado… —dijo Silvana, rogando con voz de niña, y besándome suavemente debajo
del ombligo.
—¿Te acuerdas de mi amiga Chachi, verdad? —me preguntó entre besos que
se fueron encendiendo.
Por un momento me molestó tanta insistencia. Traté de no pensar, sólo
quería dejarme llevar, pero mientras Silvana hacía lo suyo, recordé a Chachi:
Habíamos ido a una exposición de un amigo de Silvana, del que ella
siempre hablaba.
—¿Qué te parece, mi amor? ¿Mi amigo tiene talento, no? —me había
preguntado aquella vez.
Las pinturas estaban bien, pero los celos se apoderaron de mí y le
contesté:
—Sí, tiene talento… ha pintado la naturaleza como si antes le hubiera
dado cien patadas. Los carneros están amoratados, los arbustos marchitos, y el
cielo plomizo parece intoxicar a los pajaritos... Sí, definitivamente tiene
talento para plasmar la mediocridad.
Silvana me miró con odio.
En eso, apareció una chica alta, muy blanca, con un vestido anaranjado.
Sus pechos eran lo que más resaltaba de todo el conjunto, daban la impresión de
ser dos jugosas naranjas a punto de estallar.
—¡Silvana! ¡Amiga! —dijo Chachi, reprimiendo un gritito de felicidad.
Luego me miró satisfecha, dándose cuenta del efecto que había causado en mí.
—Sí… es mi novio Bruno… —le dijo Silvana. Luego, dirigiéndose a mí,
dijo:
—Amor, te presento a Chachi, nos conocemos desde el nido—. Silvana
sonreía espléndida.
Así es que esa era la tal Chachi... tragué saliva. Luego sentí una
fuerte contracción y Silvana tiró la cabeza para atrás, atorándose.
—¿Entonces vas, no mi amor? —me dijo Silvana, incorporándose sonriente,
mientras se limpiaba las comisuras de los labios.
*
Estaba en el baño, terminando de alistarme para ir a la estación de
buses, cuando el teléfono de Silvana vibró en la mesita de noche, causando un
gran alboroto.
—¿No vas a contestar? —le pregunté, asomándome por la puerta del baño.
Silvana cogió el teléfono y lo miró con nerviosismo.
—Es un número desconocido —dijo, y lo desconectó.
*
Cuando abrí la pequeña puerta para salir, algunos rayos solares se
colaron, Silvana se retorció como un gusano chamuscado, y cubrió su rostro con
sus pequeñas manos poligonales.
II
El metro estaba casi vacío y, sobre todo, fresco. Cerca de mí, una chica de vincha blanca y ojos enrojecidos parecía hacer grandes esfuerzos para reprimir espasmos de llanto. Hubiera querido decirle algo, consolarla de algún modo, pero no encontré las palabras adecuadas. La chica se bajó en la siguiente estación.
Me sentí aliviado. Se estaba tan bien allí, tan fresco, que hubiera
querido seguir en un viaje perpetuo, en la comodidad de entregarme a la
desidia.
Miré por la ventana, una monocromía amarillenta teñía las calles,
dándoles aspecto sucio y enfermizo.
*
La estación de buses se encontraba en las afueras de la ciudad. La recordaba
pululante de personas, como bichos alborotados en día laboral; sin embargo, al
llegar, me di con la sorpresa de que estaba despoblada y árida como un
desierto. El sol reinaba cruelmente, como si la estación y sus alrededores
estuviesen envueltos en una nebulosa de helio.
El portón estaba cubierto de óxido ferroso, y la luz cegadora le daba
apariencia de estar al rojo vivo. Me hizo pensar en las mismísimas puertas del
infierno.
No encontré donde refugiarme, los rayos del sol se prendieron de mi cara
como si se tratase de los tentáculos de un violento molusco.
Luego descubrí frente a la estación una especie de oasis derruido. Una
palmera proyectaba su dulce sombra sobre un jardín desvencijado, y allí en
medio, yacía una fría roca ovalada. Me senté a esperar sobre ella a que llegue
el bus de la tal Chachi.
*
Un chanchito de tierra salió debajo de la roca y empezó a caminar hacia
el jardín, parecía determinado a llegar a un lugar concreto. Lo seguí con la
mirada y me pregunté cuántas veces habría pisado sin notarlo a estos pequeños
seres.
A cierta distancia apareció un tipo con una mochila en la espalda,
caminaba con la misma determinación que había observado en el bicho. Se me
ocurrió que de repente Dios al caminar, metido de lleno en sus cavilaciones
—pensando en el vacío de su existencia, tal vez—, nos aplasta sin siquiera
notarlo.
*
El ángulo del sol había cambiado, la sombra que me cobijaba había
desaparecido. Y no había ningún indicio de la llegada del bus, todo seguía
desértico como al principio.
Pensé en tomar una coca cola, y luego largarme. A unos pasos más allá
encontré una tienda. Detrás de las rejas asomaba una vitrina con una rajadura
en forma de estrella, parchada con cinta de embalaje, saturada de coloridas baratijas,
a tal punto, que ésta parecía ser la causa de que se haya quebrado.
Por más que llamé a gritos, nadie salió. Decidí retirarme, a pesar de la
sed terrible. Envuelta en sombras y harapos negros apareció una anciana dentro
de la tienda, aunque no la pude ver bien por el fuerte contraste del sol.
Cuando pagué con el único billete que tenía, uno de cien soles, el
contacto con su mano helada me causó repelencia. Sentí el peso de sus hipnóticos
ojos sobre mí, luego desapareció dentro de la tienda balbuceando que iría por
el cambio.
La bebida fría apagó un incendio en mis entrañas.
Pasaron varios minutos y no había rastro de la anciana. El teléfono
empezó a repiquetear dentro del establecimiento, timbraba por un minuto y luego
hacia una pausa. Cada vez era como si estuviera más exaltado, como si estuviera
a punto de convulsionar.
Hasta que se detuvo. Entonces, me di cuenta de que no llegaría ningún
bus, de que no llegaría ninguna Chachi. Tuve la certeza de que no era la
primera vez que Silvana recibía aquellas llamadas misteriosas y no contestaba.
¿Por eso había insistido tanto en que salga?, ¿era acaso que esperaba a otro, y
mientras yo estaba fuera, ellos se revolcaban como perros? Un hilo de sudor
frío recorrió mi frente.
Tenía que volver inmediatamente, descubrir la verdad.
Pero la anciana demoraba una eternidad con el cambio, y sin dinero con
el cual volver, me encontraba atrapado allí, en mi desesperación. Mis dedos
tamborileaban con fuerza sobre la reja, como si hubiesen adoptado vida propia.
Me sentí aturdido, el sol me impedía pensar con claridad.
Intenté tranquilizarme. Todo ello tenía que ser producto de mi
imaginación. Después de todo, estaba seguro de que Silvana moría por mí, y…
pensándolo bien, ella también me volvía loco, literalmente…
El pequeño lunar que Silvana tenía en el lado izquierdo del mentón, y
que tanto me gustaba, acudió a mi mente. Pensé también en sus largas pestañas,
en su conversación chispeante, y en la gracia con la que bailaba. La recordé
cantando por las mañanas mientras me preparaba el desayuno, como un pajarito
que despierta en primavera. La recordé cuidándome cuando estuve muy enfermo,
preocupada, desvelándose la noche entera para atenderme.
Era una niña, una madre, y una mujer al mismo tiempo. Sí,
definitivamente me amaba, y yo estaba loco por ella. No tenía ningún sentido
pensar que me engañaba, simplemente necesitaba sus materiales y punto.
Apareció la vieja con el amasijo de billetes que componían mi vuelto, su
rostro de arrugas rígidas se había suavizado, ahora parecía una tierna
abuelita; hasta esbozó una dulce sonrisa mostrando sus encías desnudas.
En eso, un motor sordo, semejante al resoplido de un toro viejo al ser
aspeado por última vez, se detuvo detrás de mí. El bus había llegado, y los
alrededores de la estación estaban llenos de gente, como si hubiesen salido debajo
de las piedras.
Ahora bajaría la tal Chachi con los materiales, luego regresaría a casa
a acurrucarme junto a la buena de Silvana, y todo volvería a su cauce.
III
Allí estaba la tal Chachi, con su sonrisa enorme, un pañuelo floreado en
la cabeza, y un montón de chucherías psicodélicas colgadas de sus muñecas y de
su cuello lechoso. Esta vez me dio la impresión de ser una mariposa
horripilante.
—Hey Chachi, ¿qué tal?
—¡Hola! no sabía que vendrían a recogernos… ¡Horacio! —gritó hacia el
bus—, ¡mira quienes han venido por nosotros!
Horacio esperaba el equipaje, al lado de la bodega del bus.
Entonces recordé al Horacio de la exposición aquella donde conocí a
Chachi, un tipo grande, robusto, moreno, que irradiaba vitalidad por todos los
poros, recordé que se llevó a Chachi justo después de que ésta nos lo
presentara como su nueva pareja.
Sin embargo, este Horacio estaba demacrado, amarillento, esmirriado, con
los ojos hundidos, parecía un pez enfermo… No podía ser el mismo, ¿en verdad
era él?
Luego Chachi me preguntó:
—¿Pero… dónde está la loca de mi amiga?
—En realidad sólo me envió a recoger sus materiales de arte.
—¿Qué materiales? —se le borró la expresión de gratitud, y se mostró
desconcertada.
En ese instante lo comprendí todo. Los celos me atravesaron las vísceras.
Podía sentir la sangre bullir hacia mi cerebro, mi corazón quería estallar, el
sudor me caía a chorros.
Dejé atrás a Chachi, y mientras caminaba hacia la esquina para tomar un
taxi y volver de inmediato a casa, sentí que me ahogaba, temblaba sin poder
controlarlo, me tambaleaba, un abismo de negrura me engullía en una caída
perpetua, y en el lapso de esa caída pasaban ante mí imágenes de Silvana levantándose
la falda, relamiéndose los labios, estremeciéndose de placer… sentí que iba a
vomitar.
Levanté el brazo para abordar el taxi que se acercaba. Pero no se
detuvo; por el contrario, al pasar por mi lado aceleró, llenándome de tierra
los ojos, podía sentir el sabor seco del polvo en el paladar.
Quedé ciego por un momento, hasta que algunas lágrimas me permitieron
volver a ver.
*
—¿Estás bien? —preguntó una voz delicada, casi melancólica.
Aquella especie de arrullo reconfortó como un bálsamo la ardiente herida
de mi alma.
El sol languidecía detrás de mí e iluminaba los acaramelados ojos de
Chachi. Me pareció bonita, caí en sus ojos como un astronauta que se pierde en
el espacio, como si me hundiera en extraños mares interestelares… Descubrí en
sus ojos un universo a donde era posible escapar.
Horacio venía atrás arrastrando a duras penas las maletas.
Subimos a un microbús, y a pesar de que atrás, donde estaba el novio,
había bastante espacio, ella se sentó conmigo adelante.
Cuando el vehículo arrancó, nos cogimos de la mano.
*FIN
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