SECUESTRADORES DE PERROS







Luciana es una chica sensible, un par de hoyitos se le forman cuando sonríe, y sus ojos se iluminan.

Generalmente vamos al parque cuando ella vuelve del trabajo. Yo me quedo a construir esculturas con objetos que reciclamos juntos por las noches, cuando salimos a caminar, y que luego vendo a los turistas.

Luciana odia a su jefe, y tener que levantarse temprano, pero alguien tiene que mantener la casa, pagar el alquiler, y todas esas cosas de la vida cotidiana. Como toda chica moderna, quiere tener las cosas que tienen sus amigas, le importa mucho el "estatus", lo que piensan los demás, quizás este sea su mayor defecto.

Yo no digo nada, porque pienso que son cuestiones de la edad, ella tiene 23, yo diez años más, pero bueno, ella odia las cosas que tiene que hacer para conservar su estatus social.
La verdad es que me causa gracia verla en esos afanes por mantener su empleo en la oficina de aduanas, a pesar de tener un grado en arqueología y otro en filología, y de ser bastante culta.
Cosas de mujeres, me digo, y no trato de entenderlo.

A pesar de que la adoro, me pregunto, qué haríamos los dos metidos en la casa todo el día, mirándonos las caras, me aburriría, y ella mucho más, pues yo soy bastante huraño y ella bastante gregaria.

Me gusta estar solo durante el día, y a ella, rodeada de mucha gente. Solo por la noche estamos juntos, ella me cuenta todo lo que ha sucedido en el microcosmos de la oficina, siempre con la intención de que yo plasme en un cuento aquellas cosas que a ella le causan tanta gracia.
Siempre se representa como una especie de heroína en esas historias, y eso sí que me hace soltar la risotada y ella termina ofendida, luego la beso en la frente, y se le pasa, y vuelve a insistir sobre lo interesante de sus anécdotas.

Viviríamos bien si no fuera por sus “gustitos”, como comprarse ese absurdo traje fucsia de X mil dólares, solo por su capricho de niña mimada.

El asunto es que la han despedido, y llegó a casa llorando, más por el orgullo mancillado que por el perjuicio.
Estos últimos días ha estado mirando mucho la tv, y me parece que su pasión por la arqueología ha quedado enterrada en el tiempo.


Cuando regresé el lunes, hace seis días, me di con la sorpresa que había llenado de notas mi cuaderno donde escribo, “corregí el estilo”, me dijo después.
“La televisión en una semana ha terminado por hartarme, no he encontrado nada que hacer, hasta que descubrí tu librito de poemas, y he puesto algunas sugerencias”, dijo, con una sonrisita pícara, como si hubiera hecho alguna travesura.

Sé que soy nulo para la poesía, creo que me va mucho mejor con las esculturas, aunque sospecho que los que las compran son turistas despistados. En fin. Que el arte, al final, es bastante subjetivo.

Al menos, eso es lo único que me anima a seguir en esto.

Ella quería juntar dinero para irnos un par de años a Francia, a algún pueblito incrustado en la naturaleza, donde yo pueda escribir, sin tener que oír las discusiones de los vecinos, ni el reggaetón de la del 205 -una señora de 60 que tiene el departamento lleno de "wachiturros" veinteañeros.

En fin, queríamos irnos, pero ahora ella estaba sin trabajo, y nos habíamos gastado los ahorros en amoblar la casa, en libros que deseábamos hace tiempo, en alguna pintura demasiado cara que no debimos comprar, y que ahora era imposible vender.

Viendo la tv, Luciana había visto en las noticias que una banda de secuestradores de perros en Alemania había hecho mucho dinero, hasta que los habían atrapado de una manera bastante tonta.

Claro, a Luciana se le prendió la lucecita, y tenía en mente una víctima bastante jugosa: un perrito shih tzu, del viejo miserable de su jefe.

El viejo vivía como si fuera un paria, debido a lo tacaño que era. Solo tenía un perrito, al cual trataba con bastante malevolencia, aunque yo intuía que el pobre viejo, por dentro, canalizaba todo su amor en aquel pequeño chucho.

Luciana vio de inmediato la forma de vengarse, y para convencerme me dijo que vivir en la ciudad nos alienaba del sentido real de la vida, incluso me habló de la contaminación lumínica, —dándole una interpretación filosófica a la función de la urbe—, aducía que esta, al no permitir contemplar las estrellas, evitaba que el hombre se dé cuenta de que solo era un grano de arena en la infinidad del mar estelar, y que por esta razón "el hombre citadino es infeliz, por no comprender su verdadero lugar en el cosmos", me dio este y muchos otros argumentos, bastante coherentes y razonables, por cierto.

Como cada genialidad que se le ocurría, yo sabía que eso no iba a terminar nada bien, además pensé que todo era una broma, un pensamiento suelto, una ocurrencia.

Pero como la veía tan decaída, con tantas ganas de viajar, y sobre todo, con las ganas de cometer “ese delito”, le dije: "Ya, hagámoslo". Está claro que yo también estaba bastante rayado, pero lo que me molestaba a mí era ver como maltrataba el viejo al pobre animal.

Preparamos todo para el secuestro canino.
Yo pensé que el viejo no accedería a pagar el rescate, y nos olvidaríamos del asunto, devolviéndolo, dejándolo en su jardín sin pena ni gloria.

El asunto fue bastante simple. Le quité la pelota al perrito, sin que el dueño se percatara, metido en su periodicazo; el chucho vino corriendo detrás de mí, Luciana me esperaba en el auto, doblando la esquina.
Cogí la red, atrapé al animal y subimos al auto, podía sentir como la adrenalina corría por mi espina dorsal, pues nunca antes había hecho nada parecido.

Al llegar a la casa, nos miramos los tres, ella, el chucho, y yo, nos partimos de risa por mucho rato, sobre todo porque hasta el perrito parecía reír, pues enseñaba los dientes de una manera bastante graciosa.
Ella estuvo toda la noche con el perrito, lo rebautizó, y no se despegó de él, hasta lo hizo dormir en la cama, en medio de nosotros, lo cual empezó a incomodarme.

Al día siguiente salimos para ver como andaban las cosas en el vecindario, la foto del can estaba en todos los postes, ofreciendo recompensa.
Seguimos el plan al pie de la letra. Llamé por teléfono, el viejo estaba dispuesto a dar 30 mil dólares por el chucho, que por cierto, para él, dueño de los almacenes Monterrey, era una bicoca, un sencillo.

*

Llegó el viernes, el día de la entrega.
A la hora de llevarme al perro, Luciana, como una niña, se deshizo en llanto, no quería desprenderse del chucho, ni éste de ella.
Traté de razonar con ella, de mil formas, le hablé del pueblito al que iríamos, donde ella podría pintar las estrellas que por las noches se descubren unas a otras.
Pero ahora ella estaba encariñada con el perrito.

Claro, mi amor por Luciana era tan fuerte, que terminó convenciéndome.
Intenté argumentar una vez más, su única respuesta fue un mar de llanto, abrazándose al perro, al que le había puesto de nombre Vallejito.

El desgraciadito era bastante lindo y tierno, hasta llegó a enamorarme, sin embargo, era imposible quedárnoslo, sobre todo porque su foto había estado hasta en la tv, y lo teníamos que tener oculto, evitar a toda costa que ladre.
Pero ella no entendía razonamiento alguno.

Tuvimos que emplear nuestros últimos ahorros para mudarnos a otro lugar, a pesar de que allí habíamos estado bastante cómodos.

Nos mudamos a un lugar más discreto en los suburbios, donde el dichoso perrito pasaría desapercibido. Tuve que conseguir un trabajo convencional para mantenerlo; y además era muy de pedigrí, se enfermaba por cualquier cosa, y cuando él caía enfermo, ella también, y luego yo.

Al final, terminó costando mucho más de lo que hubiera costado tener un bebé, pero ella era feliz.

Pasaron unos seis meses, todas las noches salíamos a pasear por el parque los tres; parecía que Vallejito quería una Vallejita, pues estaba inquieto.

Le dije a Luciana que iríamos a la tienda de mascotas, para ver que podíamos hacer por él, pero según ella, Vallejito ya había elegido a la "nuera" indicada.

Luciana me miró con esa mirada que ya conocía, entonces suspiré, y le dije, "Ok, coge la red".

***FIN***

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