I.-
Un pueblito olvidado
Creo que había un gato, y que nos amábamos. No recuerdo
cómo subimos las empinadas escaleras de la casa en la colina, después de embriagarnos
tanto aquella magnífica noche, cuando apenas las podíamos subir sobrios; algún
ángel nos tuvo que haber ayudado, quizá porque era bonito nuestro amor en ese
entonces.
Yo lleno de ronchas, totalmente intoxicado por el
alcohol, y con ganas de seguir tomando; conseguimos un pisco y lo tomamos en la
plaza de aquel pueblito, mientras me rascaba el cuerpo y el castillo de fuegos
artificiales explosionaba en el cielo lleno de estrellas.
Recuerdo que estabas espléndida y me sentía magnánimo
por tenerte. No pensaba en la muerte, sólo en prolongar esos momentos. Esa
noche fue bonita, aunque primero pasamos por la farmacia para comprar algo que
me desintoxique, odiaba las ronchas porque aún estaba sobrio, y ellas eran
producto de los días previos de infinitas borracheras.
Era una noche festiva y me sentía enfermo, pero el
calentito con miel, y luego el pisco, y las cervezas, me hicieron olvidar la
comezón, y aunque tú no quisiste que bebiese más, no me iba a arriesgar a no
darlo todo por una última y definitiva noche de placer y de copas.
La ronda de los pueblerinos llegó hasta nuestra banca y
nos invitó a bailar; yo, que siempre tuve dos pies izquierdos me movía
diestramente, aunque en realidad sólo era un tambaleo estúpido y gracioso que
ellos interpretaron como felicidad, y en eso no se equivocaron. Magnifica
gente, gratos recuerdos.
A cuatro mil metros de altura, embalsamados en tres
chompas y dos metros de chalina; tú con tu chullo y tu sonrisa de gato chino de
la suerte, yo con la melena larga y el tufillo a farmacia, fuimos felices, y
subimos las escaleras tal vez cuando los gallos comenzaban a recitar su poesía.
Al día siguiente, no recordábamos cómo habíamos llegado hasta arriba, y nos
reímos mucho.
Había un gato en la casa, ¿o era un perro? O tal vez
los dos. En nuestra habitación, con el colchón en el piso, alguno de ellos se
metió a dormir con nosotros. Luego, tu prima nos contó la historia de Minie, el
gato con nombre de gata, porque después de mucho tiempo había descubierto que
era macho, pero ya era demasiado tarde para cambiarle el nombre, y se quedó
para siempre como Minie.
Desayunábamos unos tamales sabrosos que preparaba tu
prima, acompañados de avena y pan serrano. Al principio me supieron raro los
tamales, nunca los había probado de ese tipo, luego me volví adicto a ellos.
Por las noches, hacíamos el amor, tratando de no hacer
ruido, pues sobre nuestro techo de madera dormía tu prima, y todo se escuchaba,
pero igual, nos amábamos, nos llenábamos de besos, y teníamos un tocadiscos
antiguo a nuestra disposición, y muchos discos viejos también. Me daba pena
encenderlo, porque era una reliquia maravillosa que ya había cumplido una vida
entera de trabajo y ya necesitaba jubilarse en algún museo, o algo por el
estilo.
El día que llegamos allí nos perdimos en la oscuridad y
en el laberinto de escaleras y ladridos. Nuestro equipaje pesaba una
barbaridad, y yo me hacía el fuerte, cuando en realidad no podía ni respirar
por la altura, me sentía débil y mareado, arrepentido totalmente de haber
fumado tanto durante toda mi vida.
Creo que nos quisieron robar, o que nos seguían, no lo
recuerdo bien, cuando encontramos a una persona que conocía a tu prima y
entonces resoplé de emoción, porque ya estaba medio muerto, pero no me sirvió
de mucho porque tuve que seguir cargando el equipaje cuesta arriba, hasta que
por fin llegamos.
Fue uno de los mejores momentos de nuestra etapa
juntos, como cuando nos fuimos a la Amazonía, que estaba sólo a unos pasos de
aquel pueblito perdido entre montañas y pétalos de exóticas flores. Pero esa es
otra historia, que tal vez desarrolle luego.
Como siempre, el alcohol nos cobró toda la dicha
dionisiaca que nos había brindado. Peleamos, por alguna razón estúpida, y yo te
pedí que nos fuéramos, aunque en el fondo quería quedarme porque aún teníamos
unos cuantos días más para quedarnos allí, pero mi orgullo fue más fuerte,
arruiné todo el viaje, y te arrastré a Lima a la mitad de nuestra aventura.
Sé que siempre fui demasiado impulsivo, y la verdad es
que no sé si me arrepiento, creo que ese fue el ingrediente secreto para que
nuestro romance fuera tan apasionado y tormentoso. O quizá sólo estoy diciendo
tonterías, pues al fin y al cabo por esa misma razón fue que nos perdimos el
uno al otro.
De lo que estoy completamente seguro es que te amé
tanto como a la bebida, y creo que ella misma fue la que nos unió, nuestro amor
por ella, y bueno, del caos nacieron las estrellas. Aunque terminamos
estrellados, pero valió la pena. Al menos para mí.
No recuerdo si te gustó mi poesía, o mis poses de
poeta, imagino que algo de eso hubo porque sé que te enamoraste de mí como
nunca antes lo habías estado, ni lo estarás jamás, a no ser que reviva la
chispa entre nosotros, y es que donde hubo fuego, cenizas quedan, aunque si
algo es seguro es que pronto las únicas cenizas que quedarán serán las de mi
triste cadáver, mi triste y conspicuo cadáver epicúreo.
Tal vez debería seguir la cronología de nuestras
relaciones, pero sabes que nunca he sido racional, y mucho menos ahora, que
recuerdo con una viva sonrisa todos los momentos buenos y no tan buenos, porque
creo que, a pesar de todos los problemas que tuvimos, el simple hecho de
haberlos vivido juntos le otorga un tono maravilloso a los recuerdos.
Ahora no sé quién eres, todo terminó pesimamente entre
nosotros, aunque algo sagrado y profundamente hermoso surgió, como flor en
tierra volcánica, pero eso fue mucho después. Todavía tenías que irte lejos a
estudiar y yo quedarme y sufrir las de Caín, tan acostumbrado a ti como estaba.
Tú eras más fría, yo siempre fui vulnerable y débil. Me
dejaste varado en esta tierra ponzoñosa, de la cual se nutrieron mis raíces, y
cuando apareciste por estos lares, a pesar del ciego abrazo de oso que me diste
apenas te vi, ya estaba medio podrido por dentro, y así empezó el principio del
fin de nuestra vida juntos.
Pero bueno, aprendí mucho de ti, aprendí a amar mi
existencia, conocí el agridulce sabor del amor, y naufragué en el cálido océano
de tu locura.
II.-
Cuando te conocí
La primera vez que te vi, estabas preciosa enfundada en
tu minifalda floreada, yo estaba totalmente narcotizado con tu amiga, que
trataba de balbucearte algo, y te fuiste enojada con ella por aparecer en ese
estado.
Yo corrí detrás de ti, te toqué el hombro y te dije
algo, creo que fue que me ayudes a controlarla, o no sé qué tontería te dije,
pero te miré a los ojos y vi que algo iba a pasar entre nosotros. Yo siempre con mis dotes adivinatorias, y tú con tu
energía de hechicera, tus piernas largas, y tu expresión de astronauta perdido
en el espacio. Me causaste gracia y tentación. Nos fuimos a una discoteca
llamada cerebro, algo de premonitorio tuvo todo eso, porque finalmente todo lo
que nos ocurrió fue así, muy cerebral, hubo mucha locura entre nosotros.
Mientras Katy se desparramaba en la mesa, nosotros
conversábamos como si ella no existiese, y nos caímos bien. Después de unas
cuantas cervezas toque tu pierna por debajo de la mesa, tú me quedaste mirando,
como decidiendo entre darme una patada, o dejarte seducir por mis caricias.
No sé qué pasó después, creo que quitaste mi mano de tu
pierna, sonreíste y seguimos conversando amenamente. Hasta que decidimos dejar
en su casa a Katy, que estaba totalmente drogada y borracha; o tal vez fingía,
porque una vez que paró el taxi en su puerta, después de estar inconsciente en
el asiento delantero, se paró como si nada, y se despidió de nosotros con una
pícara sonrisa.
Nos fuimos por allí, a seguir conociéndonos; toda la
anestesia que me había inyectado se me había quitado con los besos que nos
dimos en el taxi, y pensé: ¡qué chica
interesante!
III.-
Divagaciones
Ron con limón, es todo lo que ahora necesito para ser
feliz, para no recordar tus senos de copa, para no recordar tu cuello, deseo de
cualquier vampiro. Todo el mundo te deseaba, eras tan hermosa.
Me mordía la lengua de los celos que sentía, tenía que
protegerte, irradiarte con mis rayos de leche, chupar tu lengua de culebra,
acariciar tus cabellos de estela, rozar tu vientre húmedo con mi deseo.
Ahora dónde estás, me pregunto una y otra vez. Pienso
en buscarte, sabes, pero sé que ya no existes. El tiempo es un abismo entre
nosotros, ya no existe la gente que antaño conocimos, todos están muertos.
Menos nosotros, los candidatos únicos que nunca eligió el destino, ya nos
tocará, pienso. Ya nos tocará, pero me gustaría tocarte primero.
Ahora que bebo y pienso en el pasado, recuerdo tus
piernas apetecibles, largas, muy largas como el olvido. Hay un gusano, con el
que me infectaste, aún vive en mi cerebro dibujando tu sonrisa.
Me pregunto si aún soy el mismo que tenías reclinado en
tu pecho, dormido, totalmente alcoholizado, me llevabas a casa en un taxi, a tu
casa —ahora intento reírme pensando en la hembra cavernícola que le da con un
mazo en la cabeza al macho para llevárselo a su cueva; pero no, no me río, he
perdido totalmente la capacidad para hacer reír, incluso a mí mismo—.
¿Recuerdas? Todos los días nos embriagábamos y éramos
felices, muy felices, a veces me llevabas tú, a veces te llevaba yo, pero uno
siempre salía con vida del callejón oscuro de cervezas, que nos apaleaban con
sus burbujas incrustándose en nuestros cerebros. Cuando no teníamos dinero
tomábamos cualquier cosa, y nos reíamos mucho; nada nos importaba, solo estar
juntos.
He llegado al límite, con una calentura horrible en las
manos, las mantengo pegadas a la fría pared, como una cucaracha, sólo me falta
encaramarme al techo y ver mi cama desde arriba.
Pensé que podría escribir algunas historias, pero me
siento tan apático e incómodo que ya ni eso. Ni las películas, ni las pinturas,
ni los libros, me motivan. Todas las cosas que antes me anclaban a la vida,
ahora están a la deriva, cogieron sus pertenencias y se fueron en un bote; les
llegó al pincho el capitán del barco que se hunde, inevitablemente se hunde en
medio de un mar calmo.
El sol empuja con su dedo amarillo de fumador y me hundo, y me aferro
a la única bandera de pirata que tengo, que aún flamea soberbia, y pienso que
si hay que morir alguna vez, hay que hacerlo con dignidad.
Entonces me planto como el marinero que siempre fui,
con el uniforme blanco —mis mejores galas—, con mis condecoraciones en la
solapa, el pecho bien erguido, la barriga bien metida —aunque esto ya es un
poco más difícil por las innumerables cervezas que tomé en esta travesía—, y la
mano a la altura de la frente, haciendo un saludo oficial a la parca.
Voy resoplando burbujitas conforme el barco se hunde y
el agua me llega a la altura de la nariz. Tengo los ojos abiertos, y aquí
estoy, pero algo sucede y el barco no se hunde más. Esto es el colmo —pienso—, ni
siquiera puedo morir con dignidad.
La muerte. Siempre te dije que antes de conocerte
estaba planeando mi funeral, tú lo tomaste en broma porque lo dije con aire de
payaso triste; luego pensaste en hacer una performance, grabarme mientras me
mato, con discurso final, en medio de una gran fiesta donde estarían todos los
que me quieren, y me despediría, para siempre, entre aplausos.
Pero cuando me embriagué totalmente, te diste cuenta de
que lo mío iba en serio; aunque me alejaba de mis planes siniestros el hecho
que me iba enganchando cada vez más contigo, y ya no podía separarme, mucho
menos irme tan lejos haciendo escándalo en una ambulancia, y luego en carroza
fúnebre al cementerio, como un héroe, pensaba yo.
Cuando me embriagaba totalmente y me olvidaba de tu
existencia, te dabas cuenta de que eso del suicidio —con performance y todo,
porque ya me habías convencido con la idea—, iba muy en serio, entonces trataba
inútilmente de suicidarme, pero no lo
hacía porque siempre pedía otra cerveza, y del bolsillo de payaso triste que
tenía, las monedas, las cervezas, y todo tipo de objetos inútiles, nunca
dejaban de brotar. Entonces nos reíamos y todo estaba bien de nuevo.
Tú en cambio, no pensabas en morir. La vida era una
mierda, pero decías que vivirías hasta los noventa años, que te vacilarías bien, y que si yo me iba, me
perdería de la fiestecita que iba a ser nuestra vida juntos. La única sombra de muerte que vi en ti, fui yo, y por eso
me apegué a ti, por tu vitalidad, por tu modo de sacarme de mi estado depresivo
con un golpe en la cabeza.
Estabas, pues, llena de vida, llena de energía; y los
fantasmas que veías los golpeabas con un mazo en la cabeza conforme aparecían,
uno acá, otro allá, y ¡paf! un mazazo en la mitra, pobrecitos. Me gustaba morar en tu habitación; yo también era un
fantasma, pero más conchudo, me comía lo que había en la refri y me chupaba los
vinos de tu viejo. Pero todo con tu consentimiento, porque era un fantasma que
se tenía que nutrir para no dejar de existir, para dejar de ser tan etéreo.
Me criaste como a un monstruo entre tus piernas, me
diste de lactar de tus pechos el néctar de la existencia; y poco a poco, así,
fui adquiriendo suficiente habilidad para seguir adelante con mi vida, y
olvidar mis ganas locas y existencialistas de desaparecer para siempre.
Aunque terminé desapareciendo de tu vida, y ahora que
he recaído, ya no estás. Y ya no sé qué voy a hacer, porque ya no veo como algo
romántico el suicidio, sino, totalmente insustancial; ya no quiero la
performance de mierda; y del bolsillo de payaso que tenía, ya no brota ni
pelusa.
Me pregunto qué otra vuelta de tuerca dará el destino
ahora; si volverás a mi vida alguna vez; si mi vida seguirá —porque me da tedio
el suicidio, tengo más apatía que ganas de no existir, existir me da igual, ya
no existo; el fantasma se hace transparente de nuevo—.
Me pregunto si volveremos a vernos las caras y
compartir una vez más unos tragos, la misma conversa sobre vivir noventa años y
la misma terapia del golpe en la cabeza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario