I
Iba camino al instituto, cuando dos
chicas se pusieron cerca de mí, en el paradero. La mayor de ellas era como un
sol resplandeciente en el frío inhóspito de Lima. La tersura de su piel y su
aroma a manzanas, sus preciosos ojos enmarcados por unas bonitas pestañas, sus
formados labios rosa, y su aire despreocupado —sobre todo, esto— me cautivaron
de inmediato. Era alta y delgada; sus curvas resaltaban esplendorosamente en su
vestido, parecían querer liberarse de aquella falda ploma.
En ese momento me di cuenta de que
apenas era una colegiala. Miré a la otra chica, era grande de tamaño pero aún
era una niña, sería unos seis años menor que la primera. Traté de mirar a otra
parte y escuché unas risitas tímidas; giré a verlas, me estaban mirando. La
mayor se puso nerviosa al verse descubierta, mientras la pequeña la molestaba,
supongo que conmigo, me miró con una sonrisa cándida. Le sonreí.
—Es extraño que no pase el bus ¡con
lo temprano que tuve que levantarme! —me dijo la chiquilla quejándose.— ¡Detesto
ir a estudiar! —añadió, mientras la mayor miraba a otro lado.
—Yo también detesto ir a estudiar —le
dije con toda la sinceridad del mundo. La pequeña sonrió, y la mayor volteó a
mirarme, sorprendida.
Nos quedamos callados un rato. La
niña sacó caramelos de su bolsillo.
— ¿Quieres uno? —dijo extendiéndome
la mano.
—Bueno, gracias.
—¡Allí viene el bus! —exclamó la
chica mayor. Hicimos señas para que se detenga, pero el vehículo pasó repleto y
a toda velocidad.
—Es increíble —dijo la mayor.
—Por mí, mejor —respondió la pequeña.
—Por mí, también —le dije en secreto,
y nos reímos en complicidad.
La mayor, que había adoptado un aire
serio, al vernos relajados, sonrió. Pasó otro rato, y empezamos a charlar los
tres. La pequeña se llamaba Francesca; la otra, Gabriela.
Al ver que los buses pasaban repletos,
les propuse ir avanzando a pie, pues más allá la gente bajaría y nosotros
podríamos subir. Les pareció buena idea, y nos pusimos en marcha.
II
Durante todo el camino fui
conversando con Gabriela, mientras la chica menor, Francesca, trataba de
memorizar una composición que recitaría en el colegio. Gabriela me pareció una
chica linda y madura pese a su corta edad.
—¿Cuántos años tienes, Gaby, 14, 16,
18? —le pregunté medio en broma.
—Dieciséis —dijo, poniendo expresión
de adulto.
—Jajaja, ah ya.
—Este año termino el cole, ¡por fin!
—lanzó un suspiro.— Estudiaré dramaturgia en la Católica.
—Vas a ser una actriz encantadora.
—¿Te parece? —me dijo, adoptando poses de diva y riendo
traviesamente.
En un momento tuve la sensación que,
gradualmente, mientras avanzábamos, todo se ponía más quieto, las calles más
limpias, casi desiertas; el cielo, transparente, sin contaminación; los buses,
que antes se mostraban destartalados y llenaban las calles de smog, ahora parecían nuevos.
No le presté mucha atención a esto, y
seguí charlando con Gaby, que me contó toda su vida en un lapso de cinco
cuadras.
Miré alrededor de nuevo, me pareció
todo excepcional, las calles estaban impecables, las casas parecían recién
pintadas, los edificios viejos y ruinosos eran como recién construidos, y
conforme caminábamos, las inmensas moles de concreto parecían reducirse y tener
menos pisos, había más jardines, la avenida era mucho más amplia, pasaban
carros antiguos, que sin embargo
ahora eran nuevos, majestuosos y relucientes.
—Es extraño —le comenté a Gaby.
—¿Qué cosa?
—El ambiente, por lo general no es
así.
Miró alrededor y frunció el ceño.
—¡Hum! tienes razón, todo está
demasiado bonito, debe ser porque nos hemos conocido —Observó con una sonrisa
coqueta.
—¡Jajaja, debe ser! —Me reí
confundido y extrañado por los acontecimientos.
No te preocupes, a veces las cosas se
tornan hermosas cuando uno menos se lo imagina, así es que hay que disfrutar
este día maravilloso.
—Tienes razón, no vale la pena
preocuparse —le dije, calmándome.
—Oye, Edu, ¿y a qué se dedica tu
enamorada? –me preguntó con suspicacia.
—No tengo —le dije, observando que ya
no habían más edificios, solo casas de dos y tres plantas como máximo.
—O sea que tu único amor es el cine.
—En realidad no —me interesé
nuevamente en la conversación. —Mi gran pasión es la literatura.
—¿En serio? ¡Genial! ¡Me fascina
leer!
—Ya somos dos.
—¿Y escribes también?
—Hago el intento.
—Me gustaría leer algo tuyo.
—Te puedo decir qué diría de ti.
—¡Me encantaría!
Le dije una cursilería...
—¡Jajaja, qué bonito!
—¡Gracias! Es agradable que a alguien
le guste.
—¿Cómo que alguien? Me llamo Gabriela, y desde ahora soy tu Gabriela, ¿ok?
—Ok —le dije conmovido por aquella
muestra espontánea de afecto. Pareció darse cuenta de la densidad de sus
palabras y añadió nerviosa:
—Es que me encantan tus versos; y,
sobre las películas, deberías realizarlas, pero eso sí, en un par de años, para
que yo sea la protagonista de todas.
Me miró con ternura, como
descubriendo algo que había estado buscando desde hace mucho.
—Ya me cansé de caminar —se quejó con
expresión de niña engreída— ¡hay que sentarnos!
—¡Sí, yo también ya me cansé! —dijo
de pronto Francesca —y creo que ya me aprendí la composición.
—Sentémonos en el parque para
escucharte —le dije a la pequeña.
—Vale —aceptó.
En eso, un sonido sordo fue
invadiendo el ambiente. Miramos al cielo, y un enjambre de avionetas pasó
sobrevolando la avenida. Cuando estuvieron sobre nosotros, vimos que eran
aeroplanos antiguos que, en formación impecable, pasaban haciendo piruetas; sin
duda estaban yendo a la guerra. ¡A la Primera Guerra Mundial!
“¡¿Qué mierda?!”, me pregunté
confundido. Ellas, sin embargo, aplaudieron emocionadas como si se tratase de
un espectáculo circense.
III
Caminamos hacia el parque; las calles
carecían de asfalto, los campos se hacían interminables en el horizonte, bandadas
de aves sustituyeron a los aviones en el cielo completamente azul; y el canto
de los pajaritos se hizo notar con sus alegres trinos, como si estuviésemos de picnic.
Llegamos al parque —era más bien una
especie de bosque—, al verlo tan lindo y lleno de flores corrimos hacia él. Una
placa dorada y recién puesta en la entrada, ponía: “Bienvenidos al siglo XIX”. “No puede ser”, pensé; cuando me llamaron en coro: “¡Eduuuuuu…!”.
Fui hacia ellas, me senté, y la
pequeña declamó su escrito, que fue celebrado con nuestras palmas.
—He aquí la futura Blanca Varela
—pronuncié con solemnidad.
Francesca sonrió feliz y se puso a
corretear por el parque.
Gabriela me clavó sus preciosos ojos
caramelo, y me derretí como hielo ante el fuego de su belleza. Nos quedamos
mudos por un instante.
—¿Cuántos años tienes: 16, 18, 80?
—me preguntó con tono mordaz.
—Algo así —le dije frunciendo el ceño
y sonriendo. Se rio.
—¿Te puedo contar un secreto? —Me
dijo Gaby, con su mirada de niña traviesa.
—Claro, dime.
—“Humhuhu” —me susurró al oído.
—¿Queeé? —Le dije riéndome.
Se acercó de nuevo, esta vez giró
todo su cuerpo hacia mí, me abrazó, y rozó mi oreja con sus labios; se quedó
muda y trémula, y fue rozando mi mejilla con su boca, hasta que nuestras
narices se juntaron en una caricia, y se quedó así, muy quieta, respirando
profundo.
Nos besamos tiernamente, el tiempo
pareció detenerse en un instante eterno. Luego nos quedamos abrazados, como si
ascendiéramos al cielo. Apareció Francesca con su sonrisa pícara, y al vernos
así, pegados, dijo:
—¡Uuuuuuu! —Y nos reímos con ganas, felices.
Quedamos en que iría a recogerlas por
la tarde, saliendo del instituto. Caminamos al paradero donde había un bus
vacío esperando gente.
—Mientras caminábamos me pareció
estar retrocediendo en el tiempo; y sin embargo, ahora el bus parece de lo
más normal a pesar del camino de tierra
y…
—Te preocupas demasiado —me dijo
Gaby, callándome con un beso.
—Debe ser que estamos enamorados
—agregó, suspirando como la quinceañera soñadora que era.
—Jajaja, debe ser —le respondí, ahora
absorto en su mirada mágica.
Antes de que suban al bus, Gabriela
me preguntó:
—¿Vendrás a recogerme verdad?
—¡Sí, ven a recogernos! —dijo
Francesca.
—Sí, de todos modos estaré allí
cuando salgan.
—Ok, mi amor, te esperaré —dijo Gaby.
Subieron al bus y Gabriela me mandó
besos volados. Francesca la imitó, burlándose y riendo. El bus partió y yo me
quedé allí solo, mirando a mi alrededor, bastante desconcertado por haberme
enamorado a primera vista. Estaba lleno de ilusión, a pesar de las evidentes y
extrañas circunstancias.
IV
Doblé la esquina y hallé una escalera
del metro subterráneo. Sonreí aliviado porque todo había vuelto a la
normalidad. Sólo tendría que esperar el medio día para volver a estar con mi
hermosa Gaby.
De pronto, vi a una chica idéntica a
Gabriela, pero mayor, como de mi edad, subiendo las gradas, tenía un escote que
me enloqueció. Me pareció insólito, y me acerqué a las escaleras. La supuesta
Gabriela cogía de la mano a otra chica. Cuando terminaron de subir las
escaleras y llegaron a mí lado, no eran más las jovencitas que había visto,
sino dos ancianas, que apenas podían caminar, cogidas de la mano.
Pasé por alto tal hecho, era obvio
que me había confundido. Le pregunté la fecha a un señor con pinta de gerente,
llevaba un periódico bajo el brazo.
—18 de marzo –me respondió con
indiferencia.
—¿De qué año? –le pregunté. Me miró
de pies a cabeza.
—Dos mil sesenta y ocho —replicó
molesto, como si yo le estuviera tomando el pelo.
Eran sesenta años más de la fecha
normal. No podía ser.
Cuando llegó el metro, todo era
hipermoderno. Vi mi reflejo en las puertas cromadas del tren. Me vi viejo y
andrajoso, con la barba y los cabellos largos, blancos y greñudos.
Desesperado quise retroceder,
recuperar a mi Gaby, pero era imposible. La busqué por todos lados: el colegio
era ahora un rascacielos gubernamental, no encontré rastro de ella ni de su
hermanita. Mi hogar no existía más, no conocía a nadie. Estaba solo, pronto
llegó la noche.
Me encontraba muerto de hambre y
frío, comí los restos de una manzana que hallé entre la basura; y, como un
loco, me quedé para siempre vagando por aquellas
inhóspitas calles.
—FIN—
(2008)
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