Antes
no pensaba en el pasado. A mi corta edad,
alimentarme por medio de una sonda era demasiado horrible como para pensar en
otra cosa, pero finalmente me acostumbré, como a la silla de ruedas. Soy solamente
una voz en mi cerebro, si pudiera hablar solo pediría la muerte, pues la parálisis
general me tiene prisionero en mi cuerpo, sin poder gesticular siquiera, por lo
que las monjas me tratan como a una planta.
El
salón de niños, donde vivo, es grande, sin embargo parece una prisión hacinada
de chicos, que tienen todas las formas posibles menos la humana. Desparramados
por el piso dan una impresión monstruosa. Al medio día llegan los pordioseros a
recoger la comida que dan las monjas.
Estos
últimos días mi mente no ha hecho más que recordarme la figura borrosa de mi
madre, y lo que sucedió. Cómo después de una operación quedé paralítico por un
exceso de anestesia. Los besos y afectos que siempre me había dado, al cabo de
los meses se fueron desvaneciendo. Conoció a un hombre del que se enamoró, pues
mi padre la había abandonado, y así, poco a poco ella fue dejando de quererme
hasta que un día me dejó en el hospital. Las caricias y el amor absoluto que
antes me había demostrado, y cómo había
luchado al principio para que me cure, parecían hechos por otra persona.
Después
de la operación, ella sólo quería que muriese, pues tenía que ocuparse de mis múltiples
necesidades. No podía salir con sus amigos, ni a ningún lado, y renegaba
constantemente, llegando a gritarme y abofetearme por ser su hijo.
Todas
las tardes vienen los pájaros a sus nidos en lo alto de la capilla, frente al salón
de niños, mi única fascinación es observarlos levantar el vuelo, y pese a que
todos esos pájaros son grises, me llenan de alegría. Quisiera morir y ser uno
de ellos, e irme volando muy lejos de este lugar.
Recuerdo
que un día vino la televisión, mostraron el salón de niños, las monjas
explicaron que algunos niños comían con sonda por la tráquea, o en mi caso, con
el tubo directo al estómago. Me enfocaron un momento, la máscara de oxígeno
ocultaba mi identidad, mientras la monja explicaba que viviríamos poco tiempo.
Cuando apagaron las cámaras, los periodistas cambiaron la mirada misericordiosa
por una mirada de asco, quizá por el olor. Entonces abandonaron el salón de
niños para siempre.
Poco
a poco los niños van desapareciendo, y aparecen nuevos rostros, siempre con los
ojos llenos de angustia. Parecen pedir auxilio mientras sus deformes e
inservibles cuerpos los mantienen prisioneros.
Al
fin empezaron a descomponerse las funciones vitales de mi cuerpo. Me sentía
feliz por llegar a las puertas de la muerte, y aunque la muerte sería lenta y
dolorosa, disfrutaría cada instante como jamás disfruté algo.
Mirando
el salón difuminarse, siento una calma tibia en todo mi cuerpo por primera vez,
como si pudiera ponerme de pie y caminar, pero es tan suave la sensación de ir
desapareciendo, de fundirse con la nada, que prefiero dejarme llevar por aquel
sueño con el que siempre he soñado y ahora es realidad. Al fin seré como el
polvo de una estrella en el universo infinito.
*FIN
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